miércoles, 28 de noviembre de 2007

Nicolás de las Sierras


Pudo haber sido un fin de año cualquiera, pero no. Dicen que nada es casualidad. Y por alguna razón el destino hizo que nos volviéramos a ver un día antes de Navidad.
De mis locuras yo era el mejor testigo, y de mis arranques también. Por eso mismo, esa otra vez que se me había ocurrido ir al Cerro Ventana a caminar en solitario no me llamaba la atención ni a mi ni a mi familia. Y a decir verdad yo lo disfrutaba a pleno. Más allá de amar la montaña disfrutaba también el viaje en mi camioneta porque podía escuchar música sin interrupciones. Al ir solo no tendría que conversar con nadie. Ni con gusto ni por obligación. A veces es gratificante escuchar música, y allí aprovechaba la oportunidad. Dicen también que la música calma a las fieras. ¿Será que al ser Tigre en el horóscopo chino fuera realmente así? No sé y no me interesa investigar. Sólo sé que tanto la música como el arte son bendiciones de Dios y yo, durante el viaje, deleitaba mi espíritu a través de mis oídos.
La ruta, cosa rara en ella, aquel día estaba poco transitada. Eso me permitía, de vez en cuando, echar una mirada al cordón serrano que, gracias al diáfano día, mostraba su contorno plomizo que contrastaba con el azul firme que pintaba el cielo.
Dejé la 33 y tomé la 76 sin darme cuenta. El viaje había sido placentero y se había hecho corto. Miré el reloj y las agujas, frías delatoras, atestiguaban que había tardado 1 hora para recorrer los 100km que separaban la entrada al Campamento Base desde mi casa.
Estacioné el vehículo guiado por mi amigo Roberto, el malevo, y revisé y acomodé la mochila. Anduve unos 10 minutos mirando la cantidad de autos que había esa vez y entonces, antes de salir para ver a los guarda parques, miré mi termómetro finlandés. Marcaba, a la sombra, 24ºC y el viento, calculado a ojo, sería de 20km/h del noroeste. Deduje que, de persistir ese clima, sería una ascensión ideal para disfrutar el paisaje con buena visibilidad.
Saludé a los Guarda parques y guías, que estaban muy atareados atendiendo a toda la gente que salía hacia todos lados, y salí hacia el pinar que marca el inicio de la ruta.
Esgrimí un andar lento pero firme que me permitió superar grupos de familias o contingentes que, por varias razones, no asimilaban una buena marcha.
Al no tener apuro paraba y miraba hacia arriba y adelante para ver si iba alguien conocido, pero hasta ese momento ninguno lo era.
Pude ver, cerca de la Estación 6, hacia el Cerro Alberto Mario Serrano, un Relincho con su manada de Guanacos que pastaba alejado del gentío.
La gente, que era superada por mi andar, miraba sorprendida mis bastones.
- Papá.. mirá, usa bastones y no hay nieve -comentaba un pequeño a su padre.
Yo reía, ante la inocencia de los chicos, y seguía la marcha por la cuesta sintiéndome liviano. O yo estaba con buen estado físico o la gente que paseaba aquel día no lo tenía. Pero me sentía muy bien. El espíritu navideño se notaba en el ambiente. Mucha paz, tranquilidad. Nada de gritos.
Como no pude con mi genio, antes de llegar a la Estación 7, decidí seguir por las huellas de los caballos cimarrones que apuntaban al Cerro Bahía Blanca. Al principio la ruta es tranquila, pero como yo tenía que doblar en sentido inverso al Bahía Blanca, tuve que superar unos roquedales verticales de 4 metros. La subida, con todo mi cuidado, resultó exitosa. Pero al mirar hacia abajo noté que los escalones no eran de mucha saliente. No obstante no tenía alternativa y tenía que bajar. Afirmando los bordes de mis botines empecé a descender. Justo en el último escalón mi pie zafó y caí torciéndome el tobillo. A pesar del dolor del momento igual podía continuar. Retomé la ruta normal y decidí, antes de la Estación 8, separarme de la gente y vendarme el tobillo en señal de precaución. Si fuera necesario tomaría un anti-inflamatorio.
Pasé por la Cueva de la Yarará y fuera de la vista de la gente me quité la bota. Con la venda en la mano, y a punto de empezar el vendaje, me di cuenta que había un grupo de 6 personas sentadas en la base de lo que yo llamaba "Cabeza de Perro Cuadrado". Los 6 me miraron más sorprendidos que yo. Pero uno de ellos me pareció familiar y llamó poderosamente mi atención. Vertiginosamente puse a trabajar la mente y enseguida recordé aquellos cachetes pecosos que años atrás había visto por primera vez. Levanté mi cabeza para observar mejor, y vi que él me miraba y sonreía. Susurró algo a la mujer que estaba pegado a él, y luego ella habló al resto en alemán. Entonces, señalándome con su mano, aquel niño convertido en adolescente, dijo:
- ¡Mamá, él es el Agustín de quien tanto te hablé!
Cuando llegué a casa de regreso con una sonrisa de oreja a oreja no pude eludir el cuestionario.
Mi primer respuesta fue una pregunta:
- ¿Te acordás de Nico?
Y el remate, palabras más, palabras menos, fue algo así:
- Se reunió otra vez con su madre y viven juntos. Sus parientes vinieron de Alemania y están intentando, entre todos, recuperar lo perdido.
Nico ya tiene 14 años y creo que esta será para él una buena navidad.
Nos miramos contentos, y yo, bebedor empedernido de Vino Tino, serví las copas y dije, al levantarlas para el brindis, una frase conocida pero que nunca pierde vigencia:
- ¡Feliz Navidad!
- ¡Feliz Navidad!

Agustín L. Moreno

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