El calor del día era el comentario obligado de la gente. Y no era para menos. "Febrero estaba fundiendo... sobre el río su calor", decía la letra de una canción litoraleña. En la bahía lo estaba fundiendo sobre el asfalto. Exactamente a la 1 y cuarto de la tarde estacioné el bólido en cercanías de la Lola Mora, sobre la Avenida Alem, a la sombra de los árboles de la Universidad Nacional del Sur esperando la llegada de mis amigos expedicionarios. El sol pegaba fuerte y mi piel, curtida de tiempo y años de vida al aire libre, ya no reaccionaba como antes. Últimamente la exposición descarada ante el astro rey me estaba lastimando, así que siguiendo las recomendaciones de médicos dermatólogos evitaba los rayos del sol a las horas de mayor acercamiento a la tierra. El calentamiento global con su efecto invernadero, más la capa de ozono, formaba un equipo duro y empedernido, capaz de lastimar al más duro de los duros. Los países industrializados, conocedores del grave problema ambiental, seguían reuniéndose pero las resoluciones que los pueblos del mundo esperaban de ellos, no llegaban. "No podemos abortar el crecimiendo de países en desarrollo. No todavía. Quizás para dentro de unas décadas se pare con los efectos causantes del calentamiento global". Así de parecidos, eran los informes a los medios del Grupo de los 7.
Durante la calurosa espera, imaginé, vaya uno a saber por qué, a Tarzán viviendo en el paralelo 38 en la Jungla de Cemento. ¿Se lo imaginan comprando protector solar factor 45 o un acondicionador de aire?
Por suerte mis amigos llegaron pronto y dejé de pensar boludeces. Después de los abrazos nos acomodamos en los vehículos y salimos hacia Tornquist. La idea era compartir una escalada diurna con descenso nocturno con luna llena. Actividad que ninguno de ellos había llevado a cabo hasta ese momento.
En plena Ruta 33, lamentablemente conocida como la ruta de la muerte, mientras íbamos a través de La Vitícola, empezó la ronda de mate. La cebadora, Estefanía en esa oportunidad, pensaba dejar la mateada para el regreso pero cambió de parecer ante nuestra insistencia. Dirigiéndose al primero en suerte le dijo:
- ¡Cuidado, el agua está muy caliente! -y subrayó-: porque la calenté mucho pensando usarla al regreso.
Por toda respuesta cada uno de los tomadores se cuidaba de no quemarse la lengua. Cuando rodaron mis primeras lágrimas me di cuenta de que sí, que realmente estaba muy caliente. El hecho de ser yo el conductor y estar concentrado en el volante hizo que me olvidara de la advertencia.
Pasamos el Destacamento de Policía Vial cerca del km 61 y nos internamos en el recto camino vecinal que conduce a la Estancia Fortín Viento. Allí doblamos a la izquierda, luego a la derecha y otra vez a la derecha. Ya casi estábamos en nuestro destino elegido.
Llegamos a la Base de Campamento en la Estancia Funke y fuimos recibidos por un muchacho, para mi un desconocido, quien me dijo:
- ¿Vos sos el Chegu?
- Sí, encantado.
- Mónica no está. Me pidió que te avisara que llega en una hora.
- ¿Una hora??... ¿No sabés a dónde fue? -le pregunté al ver que la Defender estaba en su lugar de estacionamiento habitual debajo de los grandes nogales.
- No sé. Salió en un auto azul o celeste.
Le agradecí la información y me retiré unos metros para sentarme a una mesa que está ubicada debajo de unos añejos y enormes nogales junto al resto de mis acompañantes. Allí, el joven volvió a la carga y me preguntó:
- ¿Vos vas a subir ahora?
- Sí, con mis amigos.
- Porque yo soy la persona de la cual te habló Mónica para ver si podía subir con vos, pero no tengo zapatillas... ¿Alguno de ustedes me puede prestar un par?
Nos miramos entre todos y casi al unísono todos dijeron que no, que no tenían, y era la realidad. Al menos eso creí, entonces Gonzalo dijo que él tenía un par pero que era número 40.
- ¿Qué número calzás? -le pregunté al interesado.
- 45, pero quizás me calcen bien -acotó.
Todos fuimos testigos y vimos como los dedos del pie, al probarse la zapatilla, se doblaron y sobresalieron como una cordillera hacia arriba. Entonces, volvió a la carga diciendo:
- Tengo un par de mocasines, estos... vos que opinás, ¿podré subir con ellos?
Ni bien hizo este comentario mostró sus mocasines de cuero y suela de goma. Estaban todos torcidos por el uso, y su aspecto, desalentador, no daban confiabilidad alguna ni para caminar siquiera una cuadra por la ciudad. Parecían haber sido mojados y secados al sol rajante del verano.
- ¿Cómo te llamás?
- Marcelo.
- Mirá Marcelo, con total honestidad te digo que no es conveniente que vengas en esta oportunidad al cerro. Tus zapatos no están en condiciones, y si lo estuvieran no es lo más adecuado... hay muchas piedras... te puede causar un esguince de tobillo o de rodilla, o lo que es más grave aun, te podés quebrar. Dejalo para otra ocasión.
Quitarle el sueño o la ilusión a alguien no es nada agradable. Pero soy un convencido de que hay prioridades, y una que tengo siempre en cuenta es la seguridad. Ropa, calzado, indumentaria y equipamiento hacen a la seguridad y no iba a claudicar justamente esa tarde cuando nuestra intención era bajar durante la noche. No podía dejar que nuestra expedición sufriera las consecuencias por causa de alguien que no tenía calzado adecuado y a quien yo ni remotamente conocía. Por suerte, cuando la cara de Marcelo cambiaba de talante y parecía ponerse a llorar, llegó Mónica y me salvó de sentirme un quita ilusiones.
Después del saludo habitual con ella, hice el rol de expedición correspondiente y salimos a las 16:30 hacia La Glorieta.
Nuestro equipo, en principio, estaba compuesto por Agustín, Estefanía, Gonzalo, Juan Manuel, Noelia, Sandra y yo. Lo completarían más tarde Agustina, Celita, Gustavo y Magdalena.
A las 17:15, después de los maquillajes de rigor para evitar que el sol haga estragos con nuestra piel, comenzamos a caminar lentamente. Íbamos rociados con repelente para tratar de ahuyentar a la gran cantidad de tábanos que en febrero se dan cita en La Pampa de los Guanacos y alrededores, y que yo, víctima reincidente por acción y convicción, había bautizado con el nombre de "Encuentro nacional de Tábanos a la espera de Montañeros".
Algunos vestían pantalón largo y otros pantalón corto. Todos lucíamos remera, salvo Juan Manuel que, al estilo Rambo arrancó con cortos y torso desnudo.
La primera hora de pendiente en subida, después del campo través, fue matadora porque estábamos atravesando el faldeo que, al estar arbolado, nos frenaba el viento y nos sofocaba.
Tras hora y media de marcha ascendente, y aun con luz diurna, alcanzamos a ver al segundo pelotón que venía a muy buen ritmo. Encabezaba el grupo un perro que seguramente venía olfateando todos nuestros olores. Los tantos que uno abandona y deja en libertad en la montaña. Costumbre natural que es muy agradable y vale, aunque sentí pena por el cachorro porque de tanto en tanto se oía un penoso aullido. Mas, como todo perro fiel, seguía adelante mostrando el camino a sus amos.
Decidimos hacer un alto para esperarlos y aprovechamos para descansar y apreciar el paisaje que nos regalaba la montaña.
Estábamos cerca de los 800m de altitud y el panorama era bastante amplio y generoso. Al norte, el Cerro Ventana con el Cerro de la Volanta y los Destierros coronados por los Cumulus Nimbus que delataban una buena térmica. Al noroeste, el Cerro Pan de Azúcar, que sobresale, a pesar de sus 741m, por encontrarse solo en medio de valles. Ubicado a la derecha del Pan de Azúcar se apreciaba la cima inconfundible del Gran Chaco, también conocido como "La Vieja". Después, mostrando apenas sus copetes, el Áspero, el Cura-Malal Grande, el Guanaco, La Luisa, De La Providencia y muchos picos más que se fundían entre sí en la lejanía en un fondo violáceo, aunque la tonalidad variaba en más clara o más oscura según la distancia que se hallaban desde nuestra posición.
Luego de llenar nuestras retinas con asombrosos paisajes, reanudamos la marcha ascendente en un sólo bloque.
Cuando llegamos al Paso Dinamitado cambió el viento al cuadrante sur, y su frescura nos alivió y nos devolvió el semblante. Habíamos estado transpirando tanto como habíamos bebido. Se notaba el esfuerzo por el excesivo porcentual de la humedad ambiente. En tanto, Juan Manuel no se cansaba de exclamar:
- Yo no bebo tanto, soy un camello.
Pero cada vez que repetía esta frase empinaba el codo y vaciaba la botella de agua.
Fueron pasando los minutos y nos hallábamos en el corazón de La Pampa de los Guanacos, la pampa que domina el área entre el Cerro Napostá y el Cerro Tres Picos. Allí, en el alto pastizal de la pampa no podía faltar la presencia de los tábanos cabeza verde. El ataque no se hizo esperar, pero tanto la primera como todas las andanadas fueron rechazadas por nuestro efectivo repelente. El producto actuó con eficacia y los mantuvo a raya. Consta en actas que fue esa mi primera batalla ganada.
La puesta de sol, tabulada para las 19:55, fue imposible de contemplar porque a esa hora estábamos metidos en el Cajón de la Canaleta de los Guanacos. Y el macizo del Tres Picos, pared imponente si la hay, nos tapaba todo el oeste. No obstante ello, pudimos ver como las nubes verticales que estaban sobre el Cerro Napostá, a nuestras espaldas, se teñían de rojo solar generando un espectáculo único e irrepetible. Pero nosotros íbamos en busca de un descenso con luna llena, y el hecho de perdernos la puesta de sol no afectó nuestro ánimo. Máxime que estábamos a sólo minutos de la cima.
¡Y besamos la cumbre y nos abrazamos!,... ¡y les mandamos un saludo a todos los bonaerenses desde el techo de la provincia!
- ¡Hicimos cumbre Chegu! -gritaban los enfervorizados primerizos. Los chicos no lo podían creer.
El viento del sur, que se notaba mucho más allá arriba, nos obligó a abrigarnos convenientemente. Luego nos ubicamos en el circular refugio de la cumbre y nos apretujamos para mitigar el frío. Comimos como pudimos tratando de no darnos codazos los unos a los otros. Hablamos de bueyes perdidos y proyectamos otras escaladas nocturnas. No nos dimos cuenta del paso del tiempo sino hasta el momento en que Juan Manuel, mirando al este, exclamó:
- ¿Qué es aquella luz roja?
Y yo, sin siquiera mirar y ver de que se trataba, contesté rápidamente:
- ¡Un cabaret!
Al principio todos largaron la carcajada, pero enseguida nos dimos cuenta de que la luz a la que hacía referencia Juan Manuel era, nada más y nada menos, que la aparición de la luna sobre el horizonte.
Ver como asoma la luna es un acontecimiento que llena de paz y regocijo. Mientras observábamos como lentamente se elevaba sobre el cielo nos quedamos en silencio creyendo que nuestras voces perturbarían su despertar.
Coloqué mi trípode sobre el hito que demarca el punto más alto, apunté con la cámara y disparé una y otra vez. Tomas anaranjadas, después amarillas y al final blancas.
Las estrellas, que antes de la aparición de la luna se mostraban grandes, notables y con luz propia, perdieron protagonismo quedando relegadas a un segundo plano. En cambio los cerros, que hasta entonces era una planicie de un sólo tono, empezaron a mostrarse claros u oscuros. Era un concierto en blanco y negro.
- ¿Quién quiere mate? -preguntó Magdalena.
Allí nomás se armó la ronda.
Bungo, el perro del equipo, estaba entretenido olfateando a mi pequeño gran amigo "Luna de Enero", quien dicho de paso, no asomó la nariz en toda la noche por temor a ser comido.
Cuando dejábamos de hablar se hacía notar el silencio. Entonces, lo único que se oía era el ruido de los molares de Juan Manuel quien se devoraba una milanga tras otra. "El Camello" no sólo bebía copiosamente, sino que era una máquina de triturar y tragar.
Gonzalo permanecía quieto y en silencio. A su lado, Estefanía no simulaba su asombro por lo que estaba viviendo. Agustín, tal su costumbre, se mostraba siempre sonriente. Agustina y Magdalena jugaban con su perrito. Gustavo disparaba el flash a cada rato y nos enceguecía. Rubén se había recostado afuera del refugio a resguardo del intenso viento y lo acompañamos en un momento Gonzalo y yo. Sandra, con frío, seguía a reparo en el refugio. Noelia, con tal de que Juan Manuel, su apuesto galán, siguiera comiendo, se exponía a quedarse sin sus milangas. Fue ella la que de repente nos contó que antes de salir de casa su madre le había dicho "Mirá si te perdés en la montaña..."
- ¿Y que le contestaste Noelia? -le pregunté.
- ¡Nada!
Nadie hizo comentario alguno. Silencio total. Ahí recordé mis inicios en Ventania y todas las veces en que me perdí y me sentí perdido. Entonces, reflexioné y me dije para mi solo: "Quien no se pierde no sabe lo que se pierde, porque aquel que no se ha perdido, no tiene la oportunidad de poder encontrarse"
Todos seguimos en silencio mirando a la noche con su luna llena.
Cuando algunos empezaron a insinuar que estaba haciendo mucho frío, capté el mensaje y les informé que en minutos empezaríamos el descenso. Abrigados cómo estábamos, apuntamos al este, hacia la Cruz de madera. A partir de allí descendimos la pared vertical que estaba totalmente oscura a causa de la luna que pegaba en la cumbre este. Bajamos con sumo cuidado y sentido común, haciendo prevalecer, por sobre todas las cosas, la seguridad. Nada ni nadie nos apuraba y no tenía sentido arriesgar bajando rápido en el tramo más difícil. Cuando retomamos la Canaleta de los Guanacos miré hacia atrás para comprobar que mis compañeros viniesen bien. No solamente los vi a ellos bien, sino también a sus linternas frontales que, con el contoneo de sus movimientos naturales por el relieve del terreno, parecían luciérnagas gigantes.
Al llegar a la piedra más singular del Tres Picos, la famosa y popular "Bote", decidimos, con el sólo fin de seguir observando a la luna, al cielo y a todo lo que Dios nos estaba regalando, abordarlo y navegar al garete. Yo me recosté sobre la piedra apoyando mi cabeza sobre la mochila. El resto se sentó, pero, de a poco y a medida que pasaban los minutos, imitando mi actitud, se recostaron sobre la dura y rectangular roca. La superficie, de 2,50 metros de largo por 1,50 de ancho quedó totalmente ocupada por los cuerpos de los marineros nocturnos.
Estuvimos navegando en el bote a la deriva, a la luz de la luna, y como única guía las estrellas. Las luces de los poblados vecinos hacían de boyas y balizas.
- ¡Miren un satélite! -gritó alguien.
- ¡Un avión! -acotó otro.
No avistamos Ovnis ni extraterrestres, pero no puedo afirmar que no anduvieran por ahí... observándonos.
Nos desembarcamos y agradecí, con una caricia, al bote por tan agradable navegación. Acto seguido continuamos viaje por el elíseo serrano.
Por algunas horas, en la noche montañera, fuimos roca y pastizal, serenidad y viento, calor y frío, cielo y luna, y en la inmensidad de la noche, tratamos de ser estrellas.
Agustín L. Moreno
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