Bajamos a una cresta, corta y fácil, y retomamos el filo en subida donde nos encontramos con escollos, salvables, pero que nos hacían perder valioso tiempo. Allí decidimos separarnos y buscar por los faldeos para llegar más rápido a nuestro próximo objetivo: el portezuelo que separaba el macizo en el que nos encontrábamos y la cumbre del Gran Chaco.
En nuestro avance, y para nuestra sorpresa, nos dimos cuenta que todavía restaba superar un pico superior a los mil metros sobre el nivel del mar. Después sí tendríamos todo allanado para intentar la gran cumbre. Miramos hacia atrás y descubrimos una terrible cabeza de tiburón figurada a granito y cuarcita, y que no era más que otro pico que habíamos dejado de lado al venir por el faldeo y en descenso hacia el portezuelo.
- ¡Nos perdimos esa cumbre Negro!
- Sí, por venir faldeando nos vinimos hacia el col y lo perdimos... ¿Lo dejamos para otra visita?
- Sí, porque ese es un mil también!
A pesar de haber dejado de lado un pico importante, cosa no habitual en nosotros, estábamos contentos porque el panorama que nos regalaba la montaña era único e irrepetible. Los paisajes de montaña tienen la particularidad de no reiterarse nunca, y lo sabíamos, y por ese motivo nada podía empañar nuestra alegría. Es más, nos reíamos de felicidad por encontrarnos allá arriba, máxime cuando un par de horas atrás no sabíamos si podríamos subir o no. Nos mirábamos y nos abrazábamos como dos principiantes que logran sus primeras cumbres.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario