Nos gusta caminar rápido, pero era tal el paisaje que se nos iba presentando en cada movimiento que parábamos de tanto en tanto para captar las imágenes con nuestras cámaras.
A medida que avanzábamos íbamos eligiendo la ruta. Enfilamos hacia unas paredes muy abruptas y escarpadas en formación de penitentes que nos pareció serían emocionantes.
- Si me ve mi vieja subido a estas paredes se muere -dijo Leonardo.
- ¡Dale!, quedate ahí que te tomó unas fotos y después se las mostrás -contesté yo mientras disparaba una y otra vez mirando como él se mantenía en equilibrio.
- Chegu, ésta subida es terrible! -dijo Leonardo a la vez que se reía a carcajadas.
- Sí, más que terribles son dañinas! -le respondí. Y agregué-: mis gemelos están que arden!
A pesar de lo duro de la cuesta brava nos reíamos de alegría y felicidad por estar metidos en uno de los anfiteatros más bonitos del sistema de Ventania.
Por suerte para nuestras ejercitadas piernas, lo singular de las paredes del Cerro Chaco hacía que paráramos a cada momento para las tomas fotográficas y ahí aprovechábamos para darle un respiro a nuestras piernas y normalizábamos nuestro ritmo cardíaco. En realidad no podíamos dejar de perpetuar los paisajes que se nos iban presentando a medida que ganábamos altura.
Llegamos, tras ardua tarea, a la cima del Cerro Chaco, el primero en importancia mirando el anfiteatro de izquierda a derecha desde la estancia en la cual nos encontrábamos, y que muchos confunden con el Gran Chaco.
Nos sacamos fotos serias y locas. Armamos la Apacheta que estaba derrumbada, y antes de seguir por el filo medí con el GPS la altitud y marqué el punto.
La vista era panorámica. Al sudoeste, y siempre con su personal estilo a pesar de ser un cerro menor a los 800 metros, se mostraba solitario el Pan de Azúcar; al Norte, la continuación del cordón por el que andábamos transitando nosotros y que es parte del Cura Malal; al este el Cordón Bravard y su unión con el Cordón de la Ventana con todos los picos que sobresalen de su cadena montañosa. Los campos y los valles irradiaban sus colores naturales según el estado de laboreo de sus cuadros, prevaleciendo los verdes, amarillos, y los marrones de la tierra arada.
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