A los tranquilizadores matices se les agregaba el brillo de los espejos de agua de los arroyitos serpenteados que se reflejaban según les pegase el sol; los ocres de los árboles de hojas caducas, y los verde oscuros de los árboles de hoja perenne. Esa gama de colores, agregados al silencio que encierran las sierras, nos brindaban un estado de paz y tranquilidad tal que nos hacía sentir que éramos dos personas privilegiadas disfrutando de un concierto donde la armonía y el ritmo conjugaban la melodía que nos llegaba a través de los oídos, la vista, y todos los sentidos y que, para nuestro deleite, nos hacían estremecer el alma y nos purificaba el corazón.
Estábamos en silencio absoluto, con los ojos perdidos en el paisaje, y la imaginación volando y escalando todos los cordones que se mostraban a nuestra vista.
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