¿Alguna vez has visto parar la lluvia?
Mientras Pablo abría la sidra y yo sacaba fotos empezaron a caer las primeras gotas de lluvia.
- ¡Acomódense para la foto! -alcancé a decirles-. No creo que podamos sacar la grupal porque se está largando con todo!
Hicimos unas cuatro o cinco tomas y, armados de coraje, nos volvimos a sentar en el refugio para seguir descansando y disfrutar de la noche y sus luces fenomenales. Yo estaba plenamente convencido de que caerían unas gotas y nada más, pero la naturaleza iba a actuar distinto a lo que yo creía.
Los relámpagos, furiosos, se acercaban cada vez más a la cumbre, y el sonido de los truenos, con el crack característico que asusta, se desparramaba por todas las quebradas que a su vez actuaban como cámara de reverberancia.
Por nuestro lado reinaba silencio absoluto. Si alguien del equipo quería hacerse oír, o dar a entender alguna cosa, tenía que gritar o hacer señas.
Estábamos metidos en el centro de la tormenta pero, gracias a nuestro desparpajo, el estado de ánimo del equipo estaba tan alto como el Tres Picos.
- ¿Qué mierda estamos haciendo acá? -dije de repente y todos rieron a carcajadas.
- Sí, es cierto -añadió Guillermo-, en esta noche "diáfana"
Las risas estridentes fueron tapadas por rayos y centellas. La tormenta eléctrica estaba uniendo su cable “nubes a tierra y viceversa” y nosotros éramos parte de la antena terrenal.
Durante veinte minutos aguantamos estoicamente las primeras gotas que eran grandes y heladas.
A efectos de resguardar mi cámara fotográfica la puse en el estuche y la coloqué en una bolsa estanca. Justo allí, en el preciso momento de terminar la acción de colocarla en la mochila, empezó el diluvio.
- ¡Vamos muchachos! -grité-. La lluvia viene del cuadrante noroeste. Conozco un alero a escasos tres minutos donde podemos resguardarnos.
Las gotas de lluvia eran magnificadas por el halo de luz de las linternas y nos daba la sensación de que fueran más contundentes.
- Por acá -grité al quinteto que venía en fila india-, este pequeño alero nos puede cobijar un poco hasta que calme el temporal.
Nos sentamos todos de espaldas a la lluvia y al alero que evitaba gran parte de la precipitación, pero enseguida rotó el viento y la lluvia, cada vez más copiosa, nos castigaba desde el sur.
Nuestro escudo ya no servía. Permanecimos sentados uno al lado del otro para darnos calor pero el agua se nos iba colando por todos lados.
Repentinamente nos cubrió la niebla y la luz de las linternas ya no tenía su efectividad.
Si algún fenómeno natural nos estaba faltando ya había llegado. Habíamos resistido el calor, los relámpagos y truenos, la tormenta eléctrica, y después la niebla se había instalado para dejarnos con visibilidad cero.
Todos en aparente buen estado y condición
- No tiene sentido que nos quedemos acá -dije al grupo-, estamos completamente mojados y si nos quedamos nos vamos a enfriar.
- ¿Qué hacemos? -preguntó Zulema rompiendo su silencio.
- Vamos a bajar ya mismo. Nos seguiremos mojando pero al estar en movimiento nos mantendremos calentitos. ¡Siganme!
No quise mencionar la palabra pero me salió de adentro.
- ¡Ay la que nos espera! -dijo Miguel y todos rieron.
Pero la risa duró lo que una estrella fugaz.
El equipo bajaba en silencio total.
Superamos el despeñadero y en pocos minutos nos metimos de lleno en la Canaleta de los Guanacos que se caracteriza por su abrupto y barrancoso terreno.
La situación no podía ser peor. Transitábamos sobre las piedras sueltas, el pastizal mojado, y bajo una cortina de lluvia. El viento, con sus ráfagas violentas, me estremecía, y la tormenta eléctrica, impredecible en sus consecuencias, me atemorizaba. Pero no era momento de pensar en ello porque tenía que estar completamente concentrado en pisar los lugares en donde pudiera trabar para no resbalar y caer. El desnivel era muy marcado y precipitar allí significaba rodar metros hacia abajo con serios riesgos de sufrir lesiones severas.
Mi responsabilidad era marcar con mis pasos la mejor ruta para que mis compañeros tuvieran las mínimas posibilidades de sufrir caídas.
Descendía lentamente pero con firmeza, alentando constantemente al equipo para darles seguridad, aunque la mejor seguridad era la que se podían brindar ellos mismos.
Mi ayuda, más que nada, no era el apoyo psicológico que se aprende en las universidades, sino más bien, el que se aprende en la montaña en situaciones críticas.
De tanto en tanto hacía un alto de un minuto para mirar hacia atrás y hacia arriba, para ver como se desempeñaba el grupo en el “terreno embarrado”. Al hacerlo, apagaba mi linterna para no encandilarlos, y entonces sin querer, descubrí un mundo de luces que cautivó a mi cerebro. Era un concierto de luminarias de brillantez inigualable y formas indescriptibles. Trazos y aureolas producidas por el halo de sus linternas que, cambiando constantemente de aspecto a causa de la niebla y la lluvia, se magnificaba y brindaba un espectáculo digno de ser contemplado. Gracias a ese descubrimiento, y para gozar del espectáculo, de allí en adelante hice un alto cada veinte metros. No me quería perder detalles del juego de las luces artificiales.
Embelesado por esa causa, y habiéndome olvidado de los rayos, no me había dado cuenta de que íbamos a través de la Cueva Nido de Águilas.
Dudé por un momento si era conveniente refugiarnos en ella o seguir. Pero decidí seguir porque mientras lo hiciéramos estaríamos en marcha con el cuerpo caliente.
La lluvia continuaba y estábamos con la ropa totalmente empapada.
Dejamos atrás la piedra “el bote” y a partir de allí, casi en el llano, caminamos sobre los charcos que se habían formado en el sendero.
Un escollo durísimo había sido superado y las condiciones del tiempo tendían a mejorar.
No más rayos, no más niebla, el viento amainaba y la lluvia también.
No nos quedó duda alguna de que la “fiesta” estuvo concentrada en la pirámide somital del Tres Picos y nosotros caímos como peludo de regalo.
Con el mejoramiento del tiempo consideramos que era momento adecuado para hacer una parada, la cual se hizo extensa por la abundancia de comentarios vertidos en relación a tan singular ascensión.
La luz natural regresó y las linternas perdieron su protagonismo.
El amanecer permitió que nos viéramos las caras otra vez y pudiéramos comprobar, más allá de sentirlo en la propia piel, el estado de nuestra vestimenta que estaba toda empapada.
En la última hora de regreso, mientras mi cuerpo caliente luchaba por secar la ropa, escuché con suma atención el concierto interpretado por los pajaritos del lugar que, según es su sana costumbre al despertar, lo primero que hacen es cantar.
Agustín L. Moreno