Duros y filosos como roca.
Seguíamos bajando por la herradura y la visibilidad iba mejorando paulatinamente.
En cada pico secundario que encontrábamos, al igual que en el ascenso, construíamos apachetas pues ninguno de ellos, salvo la Cruz de la cumbre, tenía construcción alguna.
La ayuda de Juan se limitaba a traer piedras más pequeñas con su mano sana, aunque no escatimaba esfuerzo.
De pronto, siguiendo el descenso, a nuestra derecha divisamos el Lago Paso de las Piedras y todo el espectro que hasta minutos atrás no podíamos ver. Era inminente que la niebla disipara.
Con el panorama clareando por delante, íbamos bajando por los roquedales en donde, de vez en cuando, pisábamos rocas que parecían dientes en posición horizontal aferrados a grandes paredes verticales. Esos dientes estaban levemente inclinados hacia abajo y aparentaban estar soldados e inamovibles, seguros y firmes. Al menos eso creí yo, pues ante mi rápido descenso y el peso de mi cuerpo no se movían. Pero… quien no ha sufrido en boca propia la caída de un diente? Primero se afloja, y luego se cae. Salvo que esa vez el ratón Pérez no iba a ir con la recompensa.
Allá iba yo, confiado, pisando una y otra roca y así sucesivamente hasta que sentí que se me movía el mundo.
Indudablemente una de las piedras no estaba tan soldada como parecía.
Yo estaba pisando con mis dos pies sobre uno de los dientes. Entonces, siguiendo el movimiento automático del descenso, estiré la pierna derecha hacia el peldaño de abajo y apoyé el pie en su borde inferior. Al levantar la pierna izquierda del escalón superior, antes de que pudiera descansarla junto a la derecha, el diente se deslizó y me arrastró.
El derrumbe fue tan veloz como violento y ruidoso. Yo iba adelante y el diente, del tamaño de una bolsa de papa pero cuatro veces más pesado, detrás de mi. En esa fracción de segundos sólo atiné a esperar el golpe que, inexorablemente, llegó. El impacto me hizo flamear y sentí que arrancaba un pedazo de mi ser.
- ¡Chegu! -gritó alarmado Juan que venía detrás- ¿Estás bien?
- Estoy bien Juan -respondí temblando-. Fue el susto solamente, aunque debo reconocer que me duele mucho. Me arde y me quema, pero no debe ser nada serio por cuanto estoy parado y me puedo mover..
- ¡Qué cuadro impresionante! Vos te deslizabas y la piedra te seguía, dio un tumbo y te pegó. ¿Seguro que estás bien?
Con sonrisa de “la saqué barata” desplegada en mi cara le dije:
- Los árboles mueren de pie Juan...o deben morir de pie...
Creí, en ese preciso momento, que Juan se prendía al diálogo para tratar de calmar mi sufrimiento, el que seguramente notaba en mi rostro. Entonces me preguntó:
- ¿Vos creés que en nuestra comunidad los árboles son tenidos en cuenta? Digo, porque me parece que se habla mucho y se hace poco.
- Es un tema puercoespín Juan, muy espinoso. Estoy convencido de que es un tema que merece ser tratado con seriedad y respeto con la participación de todos, no solamente por sectores con intereses creados que lanzan el verso para la gilada. En esos temas tienen que concensuar los organismos oficiales conjuntamente con las ONG ambientalistas y paisajistas.
A veces pareciera que aquel que tala o destruye árboles a diestra y siniestra es el más indicado para opinar, y lo más triste aun, para accionar.
- Es lo que se palpa Chegu. Cualquiera tala árboles añosos a diestra y siniestra y es como si nada hubiera pasado.
Mientras hablábamos yo tocaba mi cadera y glúteo como queriendo aliviar el dolor. Juan lo notó y me preguntó:
- ¿En qué lugar te pegó?
- Acá -dije señalando mi derecha-, donde nace la pierna. Entre la cadera y el glúteo.
- ¿No te vas a mirar?
- No creo que pueda –dije-. Se me van a desorbitar los ojos. Haceme el favor, mirá vos y fijate que tengo.
Mientras le pedía que me mire me bajaba el pantalón y el calzoncillo con sumo cuidado pues el roce de las prendas en la herida me hacía ver las estrellas.
- ¡Uy no te das idea! -dijo agarrándose la cabeza-. Tenés todo machucado, morado... desgarrado.
- Imagino… con el dolor que tengo! ¿Querés que te diga que sentí?
- Si, dale.
- Sentí una patada de burro y un zarpazo de oso a la vez, aunque debo ser sincero y agradecido: Dios me ayudó. Si esa roca me hubiera agarrado de lleno en la zona lumbar o en la tibia me quebraba en dos.
- Ya me parecía que semejante golpe tenía que dejar sus secuelas. En fin, ya está, por suerte podés caminar.
- Sí Juancho, ¿te diste cuenta que el golpe no me tiró? Me hizo flamear pero quedé en pie. Así que sigo firme haciendo camino.
La última aseveración no me la creí ni yo mismo pero quizás el aturdimiento hizo que me expresara de esa manera.
- ¡Caminos! –dijo Juan con vehemencia y empezó su cantar extraído de Proverbios y Cantares de Antonio Machado - XXIX
Caminante, son tus huellas
El camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
Se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
Y al volver la vista atrás
Se ve la senda que nunca
Se ha de volver a pisar.
Y yo, con un nudo en la garganta, agregué:
Caminante no hay camino
Sino estelas en la mar.
A esa altura del día las heridas ya se habían cicatrizado. El aliento de un amigo a otro había sido un remedio infalible.
Agustín Moreno
Seguíamos bajando por la herradura y la visibilidad iba mejorando paulatinamente.
En cada pico secundario que encontrábamos, al igual que en el ascenso, construíamos apachetas pues ninguno de ellos, salvo la Cruz de la cumbre, tenía construcción alguna.
La ayuda de Juan se limitaba a traer piedras más pequeñas con su mano sana, aunque no escatimaba esfuerzo.
De pronto, siguiendo el descenso, a nuestra derecha divisamos el Lago Paso de las Piedras y todo el espectro que hasta minutos atrás no podíamos ver. Era inminente que la niebla disipara.
Con el panorama clareando por delante, íbamos bajando por los roquedales en donde, de vez en cuando, pisábamos rocas que parecían dientes en posición horizontal aferrados a grandes paredes verticales. Esos dientes estaban levemente inclinados hacia abajo y aparentaban estar soldados e inamovibles, seguros y firmes. Al menos eso creí yo, pues ante mi rápido descenso y el peso de mi cuerpo no se movían. Pero… quien no ha sufrido en boca propia la caída de un diente? Primero se afloja, y luego se cae. Salvo que esa vez el ratón Pérez no iba a ir con la recompensa.
Allá iba yo, confiado, pisando una y otra roca y así sucesivamente hasta que sentí que se me movía el mundo.
Indudablemente una de las piedras no estaba tan soldada como parecía.
Yo estaba pisando con mis dos pies sobre uno de los dientes. Entonces, siguiendo el movimiento automático del descenso, estiré la pierna derecha hacia el peldaño de abajo y apoyé el pie en su borde inferior. Al levantar la pierna izquierda del escalón superior, antes de que pudiera descansarla junto a la derecha, el diente se deslizó y me arrastró.
El derrumbe fue tan veloz como violento y ruidoso. Yo iba adelante y el diente, del tamaño de una bolsa de papa pero cuatro veces más pesado, detrás de mi. En esa fracción de segundos sólo atiné a esperar el golpe que, inexorablemente, llegó. El impacto me hizo flamear y sentí que arrancaba un pedazo de mi ser.
- ¡Chegu! -gritó alarmado Juan que venía detrás- ¿Estás bien?
- Estoy bien Juan -respondí temblando-. Fue el susto solamente, aunque debo reconocer que me duele mucho. Me arde y me quema, pero no debe ser nada serio por cuanto estoy parado y me puedo mover..
- ¡Qué cuadro impresionante! Vos te deslizabas y la piedra te seguía, dio un tumbo y te pegó. ¿Seguro que estás bien?
Con sonrisa de “la saqué barata” desplegada en mi cara le dije:
- Los árboles mueren de pie Juan...o deben morir de pie...
Creí, en ese preciso momento, que Juan se prendía al diálogo para tratar de calmar mi sufrimiento, el que seguramente notaba en mi rostro. Entonces me preguntó:
- ¿Vos creés que en nuestra comunidad los árboles son tenidos en cuenta? Digo, porque me parece que se habla mucho y se hace poco.
- Es un tema puercoespín Juan, muy espinoso. Estoy convencido de que es un tema que merece ser tratado con seriedad y respeto con la participación de todos, no solamente por sectores con intereses creados que lanzan el verso para la gilada. En esos temas tienen que concensuar los organismos oficiales conjuntamente con las ONG ambientalistas y paisajistas.
A veces pareciera que aquel que tala o destruye árboles a diestra y siniestra es el más indicado para opinar, y lo más triste aun, para accionar.
- Es lo que se palpa Chegu. Cualquiera tala árboles añosos a diestra y siniestra y es como si nada hubiera pasado.
Mientras hablábamos yo tocaba mi cadera y glúteo como queriendo aliviar el dolor. Juan lo notó y me preguntó:
- ¿En qué lugar te pegó?
- Acá -dije señalando mi derecha-, donde nace la pierna. Entre la cadera y el glúteo.
- ¿No te vas a mirar?
- No creo que pueda –dije-. Se me van a desorbitar los ojos. Haceme el favor, mirá vos y fijate que tengo.
Mientras le pedía que me mire me bajaba el pantalón y el calzoncillo con sumo cuidado pues el roce de las prendas en la herida me hacía ver las estrellas.
- ¡Uy no te das idea! -dijo agarrándose la cabeza-. Tenés todo machucado, morado... desgarrado.
- Imagino… con el dolor que tengo! ¿Querés que te diga que sentí?
- Si, dale.
- Sentí una patada de burro y un zarpazo de oso a la vez, aunque debo ser sincero y agradecido: Dios me ayudó. Si esa roca me hubiera agarrado de lleno en la zona lumbar o en la tibia me quebraba en dos.
- Ya me parecía que semejante golpe tenía que dejar sus secuelas. En fin, ya está, por suerte podés caminar.
- Sí Juancho, ¿te diste cuenta que el golpe no me tiró? Me hizo flamear pero quedé en pie. Así que sigo firme haciendo camino.
La última aseveración no me la creí ni yo mismo pero quizás el aturdimiento hizo que me expresara de esa manera.
- ¡Caminos! –dijo Juan con vehemencia y empezó su cantar extraído de Proverbios y Cantares de Antonio Machado - XXIX
Caminante, son tus huellas
El camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
Se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
Y al volver la vista atrás
Se ve la senda que nunca
Se ha de volver a pisar.
Y yo, con un nudo en la garganta, agregué:
Caminante no hay camino
Sino estelas en la mar.
A esa altura del día las heridas ya se habían cicatrizado. El aliento de un amigo a otro había sido un remedio infalible.
Agustín Moreno
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