viernes, 12 de octubre de 2007

Cerro de los Vascos - Parte II de III


Del Abra de los Vascos al Cerro de los Vascos.

Nos topamos con el Camino Abra de los Vascos y doblamos a la izquierda. Esa vez le dábamos la espalda a la Estación Estomba y al Dique Paso de las Piedras, lugares recorridos por mi en distintas ocasiones. Algunas en bicicleta alrededor del lago; otra, caminando con dos amigos por entre las vías del ferrocarril desde la Estación Sierra de la Ventana hasta la Estación Sur de Bahía Blanca, travesía que demandó tres días y dos noches extenuantes. En aquella caminata sobre la piedra partida el resultado no fue tan magro. En lo espiritual me dejó una aureola de felicidad, gloria y satisfacción por haberlo logrado. En lo material y físico zapatillas rotas, huesos doloridos, músculos agarrotados, y alguna que otra tos que seguramente fue a causa del descarbonizado de mi sistema respiratorio. El aire de las sierras purifica el alma.
Siguiendo las instrucciones de Juan ingresé a la estancia que contenía el cerro a conquistar. Una mujer salió a nuestro encuentro y entonces Juan, quien era el gestor del proyecto, bajó y conversó con ella. Yo permanecí a bordo con la camioneta en marcha mientras deduje, por los ademanes, que la señora le estaba dando las indicaciones pertinentes. En ese instante la niebla era densa y la visibilidad muy reducida.
Cuando ambos regresaron descendí y Juan nos presentó:
- Él es Agustín Moreno, El Chegu, y sabe como llegar. No se preocupe, tiene mucha experiencia.
A lo que la señora, estudiándome con su mirada, contestó:
- Bien, entonces quedo más tranquila porque mi esposo me dijo que si no sabían o no tenían experiencia que no subieran porque está muy cerrado y se pueden perder.
- Gracias señora -respondí a la vez que le preguntaba-: ¿Ustedes por dónde lo suben?
- Ya le expliqué a Juan hasta donde pueden llegar con la camioneta. Desde ese lugar tienen varias estribaciones. Nosotros lo subimos por cualquiera de las dos primeras contando del poniente al saliente, aunque siempre lo hacemos a caballo -respondió la mujer esbozando una sonrisa.
- Gracias señora. Es usted muy amable.
Le agradecimos con Juan otra vez y le dejamos saludos a su marido que rato antes se había marchado a un campo vecino pensando -según su esposa- que dadas las condiciones climáticas imperantes nosotros no íbamos a venir.
No contaba con nuestro empecinamiento.
Salí a marcha lenta prestando atención al camino que tenía que seguir y que Juan me indicaba.
- Agarrá por allá, ahora doblá, seguí derecho bordeando el alambrado. Cuando llegues al final doblá otra vez a la derecha y cerca de aquel árbol nos bajamos.
No sé como hice pero llegamos al punto de referencia. Del cerro y los picos lindantes no se veía nada. Solamente divisábamos la base de las estribaciones.
Cargamos la pequeña mochila que portábamos cada uno en las que llevábamos bebida y comida, un pequeño botiquín de primeros auxilios, y unos abrigos extra por las dudas.
- ¿Y Chegu... que te parece? -preguntó Juan mientras hacíamos un relevamiento visual a lo poco que podíamos ver.
- Me inclino a encarar por la primera arista al oeste. Quiero creer que podremos subirlo y bajarlo en forma de herradura. La señora dijo que tenía muchas estribaciones, así que trataremos de subir por la occidental y bajar por la oriental.
Cruzamos el alambrado con sumo cuidado pues tenía el hilo más alto electrificado. Supusimos que era para que los animales no se apoyaran al intentar pastar del otro lado estirando sus cogotes y tiraran, por su propio peso, el cerco al piso.
Ajustamos la mochila al cuerpo y empezamos a caminar por la suave inclinación de la primera estribación del poniente.
La humedad, que se palpaba claramente, hacía resaltar las flores silvestres que la ladera nos iba mostrando y el terreno, mullido, era un deleite para nuestros pies. Los sonidos del campo se multiplicaban por la baja presión atmosférica y la única perjudicada, hasta ese momento, era nuestra visión pues más allá de los cinco metros chocaba con un fondo gris.
A medida que subíamos el viento soplaba con mayor intensidad y se acrecentaba el frío. Los rigores del clima no era impedimento válido para frenar nuestra marcha.

Ganando altura.

Hacía mucho tiempo que no ascendía por una ladera tan agradable y sencilla, así que me dije "que mejor que disfrutarla caminando despacio y mirando todo lo que la poca visibilidad me permite ver".
Así pasaba el tiempo, tranquilo, sereno, mirando para abajo y para adelante observando rocas por acá, piedras por allá, pastizales, plantas y flores extrañas que es común encontrar en los cerros pero no en todo lugar. De repente se nos presentó una pared escalonada ideal para practicar trepada que nos vino bien para fortalecer brazos y aliviar cuadriceps. Rodeamos algunos roquedales buscando los pasadizos naturales que generalmente todo cerro tiene, y una vez ellos superados volvíamos al terreno de suave declive.
El diálogo, en esos momentos, era escueto porque estábamos en movimiento y a causa del viento no nos podíamos oír. Eso sí, cuando parábamos nos sentábamos sobre las rocas más cómodas y nos poníamos al día. La lengua no se nos iba a secar tan fácilmente debido a la humedad reinante.
Superábamos un pico y transitábamos por las clásicas hondonadas en las que se baja y se sube o viceversa. Otro pico y otra hondonada. Así sucesivamente hasta que llegamos a un roquedal grande y vertical donde, después de estudiarlo, sospechamos que nos depositaría en la cima. Nuestra apreciación había sido correcta. Tras 15 minutos de agradable trepada, encontramos, mimetizada con la niebla, una enorme Cruz construida en metal que estaba enclavada en lo que confirmaríamos luego sería el punto más alto del cerro: La Cumbre.
Dejamos las mochilas sobre unas rocas y cámara en mano disparé varias veces a Juan que posaba junto a la cruz. A continuación a la inversa. Yo abrazado a la cruz y él testimoniando digitalmente.
Buscamos un lugar a reparo del viento para que no nos enfriara y la emprendimos a dentelladas con los especiales de mortadela y queso que Juan siempre llevaba y que ya era un clásico. Sus palabras, repetidas, se habían grabado en mi mente:
"Chegu... los emparedados los llevo yo"
Los sándwiches de Juan eran sumamente singulares. Los preparaba con pancitos redondos de unos ocho centímetros de diámetro y con trozos de mortadela y queso cuadrados altos. Nunca le dije nada pero para darles la tarascada tenía que abrir la boca como un cocodrilo.
De beber yo llevaba jugo sin azúcar y él su infaltable terma serrano mezclado con agua. "Dale, probá, vas a ver que rico" -me decía Juan en toda montaña-, y siempre se salía con la suya.
Debo reconocer que al principio no me gustaba, pero después le iba tomando el gustito y comprobé que era bastante efectivo para calmar la sed e hidratar.
El paisaje, sumamente cerrado por la niebla, magnificaba la altitud de los picos cercanos.
La neblina actuaba como un ampliador de imágenes y engañaba nuestra visión, aunque ya conocíamos la trampa y no nos dejábamos convencer. Si estábamos en el punto más alto no podía ser que los picos inferiores se vieran con mayor altitud. Era un mito destruido gracias al uso del GPS.
En las idas y venidas de acá para allá, estando en la cumbre, encontramos una especie de casita con su perímetro alambrado. Dentro del cerco había molinitos de viento para generar energía eólica, la que era acumulada a las baterías depositadas allí.
También vimos una pequeña gruta construida por la mano del hombre. Estaba hecha con piedras del lugar. Algunas fijas por naturaleza y otras pegadas con mezcla de cal, arena y cemento.
Dentro de la gruta había una estatuilla, supuestamente de yeso, con la imagen de la Virgen María y el niño Jesús, sumamente deteriorada por el tiempo. Sin embargo parecía cobrar vida cuando la movíamos.
Más testimonios fotográficos y al cabo de una hora de estar en la cumbre nos fuimos por la arista del naciente, formando así la herradura con nuestra travesía.
En esa estribación encontramos paredes inmensas con formaciones cóncavas causadas por la erosión de millones de años por efecto del viento y otros fenómenos.
- ¡Mirá que piedra Chegu! -me dijo Juan quien al querer alcanzarla trastabillo y cayó sobre ella.
La piedra, inerte, abrió uno de sus dedos como si lo hubiera hecho el filo de una navaja. La sangre fluía profusamente y no había manera de pararla. El hecho de que estuviéramos caminando había acelerado su sistema circulatorio y la sangre brotaba con fuerza.
Yo miraba la mezcla de colores de la piedra con un ojo y con el otro el dedo de Juan.
- Che Juan, es notable el corte que te hizo y lo que sangra -dije sorprendido por el extremo filo de esa extraña piedra.
- Calculo que con la gasa y manteniendo el dedo hacia arriba parará -dijo Juan.
La piedra era negra y blanca, con incrustaciones de cuarcita. El tono negro era de un mineral extraño para nosotros. No era común ver ese tipo de formación, pero contenía una increíble belleza.
La gasa se tiñó de rojo en segundos por lo que era reemplazada continuamente.
- Toma Juan, a pesar de todo lo que te hizo hay que reconocer que es una piedra muy bonita.
- Es para vos Chegu, te la regalo.
- ¿En serio?
- ¡Sí, por supuesto! Yo sé que a vos te gustan… le vas a dar más valor que yo.
- ¡Gracias Maestro!, tendré que mostrarla a un Geólogo para que me diga de que está compuesta.
- ¡Que la vea Leo! -enfatizó Juan.
- Sí Juan, había pensado en él.

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